Para un paseante cualquiera caminar
junto a la playa en la noche de San Juan podría asemejarse a la contemplación
de un parque temático. Las gentes, que desde bien temprano han ido ocupando su
'parcela' en el arenal, llenan el mismo de mesas, sombrillas y las cajas que
atesoran las viandas que harán de esa noche mágica un pretexto para dar tienda
suelta a los excesos: etílicos, gastronómicos e incluso a esos otros más pegados
a la piel.
Y de la fauna humana tenemos
variedad: El vendedor de chuches en pantalón corto y botas de media caña de un
blanco radiante que se mueve entre la multitud buscando hacer su particular
agosto. Las brillantes pantallas de los móviles que salpican, cual estrellas, a
lo largo y ancho de la playa, mientras los dedos son presa de un ritmo
frenético tecleando a la búsqueda del mensaje que confirme la llegada del ser
añorado o asegure la ausencia de quien nunca supo comportarse. Entremedio se
encuentran aquéllos otros seres, sombras de si mismos, que perdidos entre la
multitud creen buscar lo que ni siquiera sabrán identificar. Carteristas aparte.
Faltan unos minutos para la
medianoche y cientos de seres se acercan a la orilla, unos, los más avezados en
esas lides, aconsejan a quienes por vez primera se remojarán en las aguas tras
el primer estallido de los voladores. La otrora purificación del alma, mutando
un años más en baño de alivio de los excesos etílicos de la jornada. Los más,
entre el bocado de tortilla de papas, el bocadillo de salami, la ensaladilla
rusa o la empanada de atún y el “¡niño, que nos estás llenando de arena… jodío
chiquillo!”, conforman el paisaje sanjuanero.
Por fin, los fuegos alumbran el
cielo al que miles de cabezas se orientan. Una noche más intentamos quemar en
nuestras particulares hogueras las miserias pasadas, mientras apretamos el alma
deseando que los próximos meses sean algo más leves. Un beso, dos o cientos de
ellos a la amada, porque las brujas andan sueltas.
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