miércoles, 7 de diciembre de 2022

𝗥𝗮𝗺𝗽𝗮𝘀 𝗶𝗻𝘁𝗿𝗮𝗺𝘂𝗿𝗼𝘀

   Las tradiciones forman parte de nuestro tejido cultural. Sean inmateriales o su contrario, y algunas por sus particularidades emocionales, sobresalen sin mayores esfuerzos, sobre todo, aquellas que tienen como génesis la fe, y cuando se transita por esos recovecos, asumir el mensaje únicamente está al alcance de los creyentes, quienes disfrutan de todo el esplendor, del conjunto de los mensajes. En la misma línea pero con otros matices están, aquellos fieles que despliegan un mayor interés en descifrar los arcanos con el propósito de acercarse al mejor entendimiento del hecho que ocupa una parte importante de su existencia. Claro está, que en todas estas manifestaciones donde mandan los sentimientos, surgen las voces escépticas que claman contra lo que entienden como un muro de sinrazón, de supercherías, pero ese es otro negociado que aquí no tiene cabida.

   Este artículo viene a cuenta de la visita que realicé al Museo Semana Santa y Tamborada de Hellín (Albacete), un espacio expositivo en el que se recoge la iconografía de una de las fiestas más importantes que se desarrollan en esta zona del suroeste peninsular, de este espacio vital donde tengo anclada una parte importante de mi historia familiar. Así, desde mi infancia he disfrutado de los recuerdos, que de mano en mano, han ido pasando por la vista y los sentimientos de mis abuelos, sus hijos -padres y tíos-, hermanos y una lista interminable de primos, tanto de aquellos con los que he podido compartir mesa, mantel y juegos, como de los otros, que aún en la lejanía, llevan adherida en su memoria la historia.


   Si cada experiencia museística es un mundo de sensaciones intransferibles, la vivida en el MUSS (por lo expresado con anterioridad) supuso la inmersión en todo el esplendor -únicamente superado de largo durante la propia Semana Santa- de los dos elementos que conforman esos siete días: Los elementos que conforman los múltiples desfiles procesionales y las tamboradas. Descender las rampas que a modo de calzada facilitan el tránsito por la instalación, permite la contemplación de todos los aspectos que dan sentido a los diversos pasos (en latín: passus, -sufrimiento, escena-). Se observan las plataformas que despliegan unas características singulares fruto de las manos de unos artesanos que han vertido todo su saber en cada centímetro, claro está que las sutilezas estilísticas, alejadas de cualquier tentación homogeneizadora, dan como resultado que la vista se detenga en cada espacio. Ni que decir en relación a la imaginería, una parte, que reposa entre las paredes del museo apurando las semanas hasta el momento preciso. De techos que recuerdan el infinito catedralicio, el espacio expositivo va fundiendo el concepto religioso con todos aquellos elementos de la no menos singular tamborada hellinera, uno de los espectáculos mas sobrecogedores que se puedan vivir.

   Ascensos como si de un singular gólgota se tratara y descensos que deparan sorpresas; de idas y venidas entre la ciudad allende protegida por la Sierra de Segura y los pinos mediterráneos que salpican su espacio vital. La sempiterna Iglesia de La Asunción que guarda un lado del espacio que ocupa el museo, calles empinadas y estrechas que conforman una telaraña de historias; el recuerdo almohade y judío, el asentamiento que ocupara el sitio arqueológico de El Tolmo de Minateda, como el que plantó la génesis de la actual ciudad de Hellín.

Me atrevo a decir que estas dos ciudades que siendo una y con la distancias estéticas y literarias que no se me escapan, podrían (casi) adentrarse en la descripción dickensiana: «Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos...». Eso sí, siempre Historia viva y sentimental.