Las
tradiciones forman parte de nuestro tejido cultural. Sean
inmateriales o su contrario, y algunas por sus particularidades
emocionales, sobresalen sin mayores esfuerzos, sobre todo, aquellas
que tienen como génesis la fe, y cuando se transita por esos
recovecos, asumir el mensaje únicamente está al alcance de los
creyentes, quienes disfrutan de todo el esplendor, del conjunto de
los mensajes. En la misma línea pero con otros matices están,
aquellos
fieles que despliegan un mayor interés en descifrar los arcanos con
el propósito de acercarse al
mejor entendimiento del hecho que ocupa una parte importante de su
existencia. Claro está, que en todas estas manifestaciones donde
mandan los sentimientos, surgen las voces escépticas que claman
contra lo que entienden como un muro de sinrazón, de supercherías,
pero ese es otro negociado que aquí no tiene cabida.
Este artículo viene a cuenta de la
visita que realicé al Museo Semana Santa y Tamborada de Hellín
(Albacete), un espacio expositivo en el que se recoge la iconografía
de una de las fiestas más importantes que se desarrollan en esta
zona del suroeste peninsular, de este espacio vital donde tengo
anclada una parte importante de mi historia familiar. Así, desde mi
infancia he disfrutado de los recuerdos, que de mano en mano, han ido
pasando por la vista y los sentimientos de mis abuelos, sus hijos
-padres y tíos-, hermanos y una lista interminable de primos, tanto
de aquellos con los que he podido compartir mesa, mantel y juegos,
como de los otros, que aún en la lejanía, llevan adherida en su
memoria la historia.
Si
cada experiencia museística es un mundo de sensaciones
intransferibles, la vivida en el MUSS (por lo expresado con
anterioridad) supuso la inmersión en todo el esplendor -únicamente
superado de largo durante la propia Semana Santa- de los dos
elementos que conforman esos siete días: Los elementos que conforman
los múltiples desfiles procesionales y las tamboradas. Descender las
rampas que
a modo de calzada facilitan el tránsito por la instalación,
permite la contemplación de todos los aspectos
que dan sentido a los diversos pasos (en latín: passus,
-sufrimiento, escena-). Se observan las plataformas que despliegan
unas características singulares fruto de las manos de unos artesanos
que han vertido todo su saber en cada centímetro, claro está que
las sutilezas estilísticas, alejadas de cualquier tentación
homogeneizadora, dan como resultado que la vista se detenga en cada
espacio.
Ni que decir en relación a la imaginería, una
parte,
que reposa entre las paredes del museo apurando las semanas hasta el
momento preciso. De techos que recuerdan el infinito catedralicio, el
espacio expositivo va fundiendo el concepto religioso con todos
aquellos elementos de la no menos singular tamborada hellinera,
uno de los espectáculos mas sobrecogedores que se puedan
vivir.
Ascensos como si de un singular
gólgota se tratara y descensos que deparan sorpresas; de idas y
venidas entre la ciudad allende protegida por la Sierra de Segura y
los pinos mediterráneos que salpican su espacio vital. La sempiterna
Iglesia de La Asunción que guarda un lado del espacio que ocupa el
museo, calles empinadas y estrechas que conforman una telaraña de
historias; el recuerdo almohade y judío, el asentamiento que ocupara
el sitio arqueológico de El Tolmo de Minateda, como el que plantó
la génesis de la actual ciudad de Hellín.
Me atrevo a decir que estas dos
ciudades que siendo una y con la distancias estéticas y literarias
que no se me escapan, podrían (casi) adentrarse en la descripción
dickensiana: «Era el mejor de los tiempos, era el peor de los
tiempos...». Eso sí, siempre Historia viva y sentimental.
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