Hoy se cumplen cincuenta años del robo de las joyas del Pino. Ha transcurrido medio siglo, que dicho así, pareciera que el asunto se pierde en la noche de los tiempos o se oculta entre la bruma invernal que cubre la Villa cuando fríos y lluvias envuelven el ancho y largo del lugar. Pero resulta que el elefante sigue en la habitación para disgusto de quien custodiaba las alhajas, que transcurrido el tiempo, no ha exhibido el mínimo interés en recordar y reflexionar sobre un hecho tan relevante que traspasó -tanto de manera ilegal como sentimental- no sólo las puertas de la Basílica de Teror (Gran Canaria), sino que también atravesó los sentimientos.
Aquella mañana del viernes 17 de enero de 1975 se fue desperezando mientras una llovizna dejaba su impronta en el pavimento terorense y la noticia iba corriendo de boca en boca entre gestos, primero de incredulidad, que con el pasar de las horas se fue transformando en tal enfado, que algunos comenzaron a dirigir su índice acusador hacia un lugar concreto, por el que desde el año anterior sentían desconfianza.
Resulta curioso que este episodio histórico haya levantado el mismo interés literario que las proezas de un ornitorrinco con problemas estomacales, tanto es así, que al margen de artículos periodísticos, Mil novecientos 75, novela publicada en 2021 y escrita por un servidor, sea de los escasos trabajos literarios que trata este asunto a medio camino entre la novela histórica y el género negro.
La justificación
Cuando en 1974, José Antonio Infantes Florido (1920-2005), obispo de la Diócesis Canariensis (1967-1978), entiende como una necesidad imperiosa la tasación de las joyas que exhibe la virgen del Pino en sintonía con los aires de cambio que soplan tras el Concilio Vaticano II de cuyo final se habían cumplido nueve años, debe entenderse la publicación de su instrucción pastoral titulada Las alhajas de la Virgen del Pino. En ese documento, el prelado sevillano comienza explicando que «La actitud misionera es y ha sido siempre el cometido principal de la Iglesia, según la conocida frase del Concilio Vaticano II de que ella es el signo de la salvación en Jesucristo», por tanto los mensajes nunca «pueden comunicarse sin el medio apropiado del lenguaje», y ahí aparece el binomio que conforman el mensaje y el signo. Y es en los primeros párrafos del documento donde el máximo representante de los católicos de esta parte del Archipiélago canario presenta sin ambages la clave de bóveda de todo su discurso, aunque muy al contrario de lo que ocurre en arquitectura, esa dovela espiritual no transmitió ni en todo ni en parte, las tensiones que estaban por llegar.
Que se empeñara en realizar una tasación de las joyas y que hiciera público el resultado de la misma formaba parte de ese sentido significante, de tal forma que esas alhajas aparecieran a la vista de muchos, podía entenderse como una contradicción (y por ello, la mejor justificación sería convertirlas en pesetas contantes y sonantes) ante las «necesidades y problemas de los débiles».
El robo
Pero si la pastoral fue el armazón ideológico del que se valió la Iglesia para convencer a los feligreses de que los tiempos estaban cambiando y la transformación de las joyas en dinero debía ser el camino a seguir, con el resultado conocido, no es menos cierto, que todo lo que rodeó el robo merece algún comentario. La noche de autos, la Villa de Teror se quedó sin suministro eléctrico durante tres horas, una avería que es otra de esas casualidades que provocan la risa; luego tenemos el asunto de si la puerta de la Torre amarilla quedó abierta o eso fue imposible, tal y como señalara en varias ocasiones Ángel Ortega Ortega, el entonces monaguillo de la Basílica, por cierto, un edificio que no contaba con un sistema de alarma.
¿Qué hicieron los investigadores con uniforme y toga tras recopilar ‘toda’ la información? Sé que en los archivos de la Jefatura Superior de Policía se custodian cinco documentos ¡Cinco!, alguno tan curioso como la relación de viajeros del vuelo 50 de Iberia Gran Canaria- El Aaiún, cuyo capitán entregó a la Brigada de Investigación Criminal el listado de pasajeros del 17 de enero por si acaso. Se cotejaron las huellas dactilares entre lo más brillante del hampa insular, entre ellos se hallaba el tristemente famoso Ángel Cabrera Batista, alias El Rubio, que al año siguiente estaría implicado en el secuestro del industrial tabaquero Eufemiano Fuentes Díaz. ¿Y? Pues que jamás se juzgó a nadie, asaltando la pregunta de si aquello resultó un robo perfecto o una investigación deficiente. Tal vez fue el mejor año para asaltar la Basílica -a pesar de que, casi a modo de susurro, el runrún sobre la identidad de los posibles ladrones resuene con otra letra y melodía- y los peores doce meses de la década para realizar una exhaustiva investigación policial: Franco estaba agonizando y los fontaneros del Estado -tanto los activos como aquellos que anhelaban los puestos- andaban ajustando llaves y bajantes.
El 17 de enero de 1975 fue un viernes que amaneció con una llovizna que cubrió tímidamente los barrancos, puentes, azoteas y los corazones de la Villa de Teror.
Hoy es 17 de enero de 2025, un viernes para recordar que hace cincuenta años, o si lo prefiere, medio siglo, esa acogedora Villa Mariana, epicentro de la religiosidad de Gran Canaria, hace memoria (a pesar de quienes prefieren el olvido) mientras en la Plaza de la Alameda el tiempo transcurre y una brisa acaricia sus piedras.