No es cierto a pesar de las apariencias y del empeño, -con ese tufo no exento de sadismo-, que pone el especialista; no puede ser que en este preciso instante se me acabe la cuerda. Y mira que lo intento, una y mil veces, pero no consigo que ese hombre cambie de opinión… Y entonces, así, sin que se me note la desesperación, con las gotas de sudor y el temblor de manos en su justa medida, yo me pregunto ¿dónde está escrito que un servidor se vaya a morir sin razón aparente?
–Estimado don Claudio, esto se acaba. Vaya arreglando los papeles. Atentamente… La Parca.
Y el galeno que se me queda mirando con esa cara tan singular que tienen los neumólogos, (sobre todo cuando fuman en su tiempo libre), que nada tiene que ver con el gesto algo despótico del que hacen gala algunos reumatólogos, cardiólogos y ese pesado del estomatólogo.
–Así que me muero, ¿o me equivoco?,–le pregunto por si lo pillo en una duda como a Fernando VII. Se me queda mirando, entorna los ojos -coño, ese gesto es nuevo- y me dice no sé qué del deterioro irreversible del pulmón derecho, ¡a mí con esas! que siempre destaqué por mis múltiples compromisos con todas las causas a medio perder. Caramba, otra vez se me va la pinza…, arrugo el ceño, aprieto los puños y lo cierto es que únicamente recuerdo que su perorata concluyó con algo así como:“todos nos moriremos”.
Ahora me encuentro sentado junto a una fuente de cuyos caños lo único que mana es un hilo de hormigas suicidas, frente a mí, un largo pasillo que vivió -tiene guasa- mejores tiempos y al que el abandono ha dejado con muchas ‘calvas’ y el recuerdo del que fuera un manto de gravilla. Y como no quiero hacer el esfuerzo, prefiero no preguntarme por qué estoy aquí, aún conociendo la respuesta; a pesar de que visito este cementerio menos de lo que debiera, a pesar de que mis recuerdos pesan lo necesario, si es que eso fuera posible. Aunque se me rompe el alma por varios sitios porque soy incapaz de abarcar el dolor que me desgarra cada vez que estoy aquí y no puedo permanecer más allá, sólo un poco más, hasta que sienta algo parecido al alivio.
Leo en un cartel cercano que me encuentro en la Zona A, Unidades de enterramiento desde la 123.489 hasta la 127.015. Contemplo mis manos, las apoyo en el banco y las uso a modo de catapulta. Camino con pasos cortos observando casi nada y me río; escucho el ruido que hacen mis pies y compongo un chiste: Claudio, vas con la muerte en los talones. Paso junto a varios nichos y leo: “Tus hijos y nietos no te olvidarán”, “Promoción de 1948, con afecto”... y esta última con la que casi me lío: ‘Zona de zanjas: Precaución’. Madre del amor hermoso, tampoco hay que adelantar el momento del óbito.
Con los penúltimos rayos de este sol otoñal me asalta el recuerdo -¿cuándo he mentido?- de aquella crisis existencial, fruto de una adolescencia errática, por la que estuve a punto de tomar las hábitos de la congregación que gestionaba el cementerio. Me entrevisté con el prior que tuvo a bien mostrarme las instalaciones, hablarme de la filosofía que guiaba a su orden y de algunas cosas más, pero todo se quedó flotando en el aire, al igual que esas dos hojas que se han desprendido del árbol que acabo de dejar atrás.
Suena el móvil y en la pantalla aparece 'Farmacia Julián’... qué buena gente es este hombre. Me ha recordado que puedo pasar a recoger las pastillas para el colesterol y el jarabe antitusivo. “Don Claudio, no se olvide que mañana se cierra la porra para el partido del siglo’. Que me esté muriendo no es óbice para abandonar el cuidado de mi salud ni esas otras virtudes que jalonan la vida -a pesar de la Parca-.
Con todo el ajetreo apenas he tenido tiempo para pensar en mi muerte, en la ropa con la que me amortajarán, si deben o no recortarme la barba y el color y modelo del ataúd dentro del cual me despediré de este mundo mientras la candela hace su trabajo. Así que ahora y tras meditarlo largo tiempo, -elipsis le llaman-, creo que la incineración me dejará ligero, ingrávido… hecho polvo.
–¡Cuánto tiempo sin habernos honrado con su presencia!. Pase, pase, don Claudio que su mesa de siempre está esperándole y don Julián, también. Imagino que comenzaremos con un vino y algo de… –y en ese momento interrumpí el caudal verbal de Antonio a quien miré con esa mirada que sólo tiene alguien que sabe que esto se acaba. Querido Antonio, -le dije, antes de entrar a 'matar’-, me gustaría hacerles partícipes de una confidencia. Verán, a parte de ustedes no tengo a nadie más en esta vida por la que he transitado con luces y sombras. Y ahora, según me ha confirmado el neumólogo -cuya existencia espero que sea larga y venturosa- mi presencia aquí toca a su fin. Caras que mudan de color, manos que no encuentran su lugar en este mundo y, también debo apuntar, unas lágrimas que empiezan a poblar los ojos de mis amigos. Tomo aire, les dedico una sonrisa para darles el tiempo hasta que puedan recomponer la figura… y reanudo el discurso. Sé que nunca se sabe cómo dar este tipo de noticia, coño, se pueden imaginar mi cara, pero tras un primer momento de desasosiego, de negar tamaña posibilidad, de ciscarse en las Ciencias médicas, se va aposentando la realidad por cruda que sea. No, amigos míos, no se pongan tristes, al fin y al cabo, y si me fío del médico, todos nos tenemos que morir… ¡Julián, Antonio, arriba esos ánimos!, Y ya está bien de tanta pena. Vamos a por esa primera botella de vino, que estoy que me muero, o casi.
Sala 6. Claudio Hernández Vallejo. Incineración. 12:30 horas. Dos coronas de rosas rojas flanquean el ataúd. En la cinta de una se puede leer: “De Antonio, para el amigo del alma”, mientras que en la otra reza: “Esto no se acaba aquí”.
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