Muchos españoles habitamos el espacio reservado a la zozobra permanente mientras otros, los menos o el porcentaje que usted considere aceptable, transitan esta vida al son de timbales respetuosos con el medio ambiente. Y un oso polar.
Esos que por ahí andamos, vemos con cierto estupor, cabreo y justa indignación, el ascenso hasta lo más alto del acantilado a un grupo de trileros, que risueños, se afanan en una misión consistente en dilapidar nuestros recursos mientras gritan que debemos almacenar todas las nueces, almendras y bayas posibles, pero sin excedernos, so pena de acabar con las existencias. Y un labrador.
Tenemos como seña de supervivencia el hambre ajena que creímos lejana y a la que dedicábamos unos minutos tras el postre y antes de la copa de coñac, el puro y la sesión de fornicio debidamente autorizado. Pero llega el pero, y con esa maldita conjunción adversativa acuden a la llamada unos miedos que a poco que no se atiendan las señales, sueltan esfínteres y arruinan antiguos prestigios. Y esto no pinta bien.
Llega el final sin apenas dar tiempo al qué dirán preocupados hasta arriba por saber si la decisión ha sido y podría haber sido. Concluye el instante que pensamos eterno con esas maneras que tiene el infinito, siendo como es, tan predecible por finito. Pero claro, ¿Quién es el valiente idiota que levanta la mano y dice algo entendible, con sustancia? Bah, ñoñerías. Y uno, dos y tres…
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