El
barrio es una explosión de líneas paralelas, de horizonte
despejado, un lugar donde las hojas otoñales caen ordenadamente en
grupos de cuatro, tapizando las anchas aceras y los prados cercanos.
Los árboles de gran porte e impronunciable nombre asumen la
alopecia estacional con dignidad mientras que en el interior de las
coquetas mansiones la vida de alguno de sus moradores es despedazada
sin contemplaciones.
Los
días pasan entre el gorjeo de juguetonas aves que depositan sus
excrementos en columpios y bancos, esos cantos nunca interrumpidos
por los alaridos provenientes de cómodos sótanos, hacen las veces
de involuntaria banda sonora de espectáculos atroces en los que se
celebran rituales de rancio abolengo: Otra forma de socializar.
Por
las tardes, los niños animan los espacios públicos con gritos
sincopados, pero únicamente durante veintiséis minutos;
transcurrido ese tiempo, sobre el núcleo urbano cae el silencio…
sin estridencias.
El
insistente sonido de la aldaba lo expulsó de un incipiente sopor y
antes de darse cuenta se encontraba en el porche observando un
paquete al que iba adherida una nota: “Usted
decide”
Tomar
decisiones, que no es tan fácil como vaciar una botella de bourbon,
es un camino al que este tipo busca atajos sin maldito pudor, un
lugar del que mucho se habla en ese barrio de avenidas interminables,
sobre todo en cumpleaños y fiestas de guardar.
Pero
en el interior de aquel paquete había una posdata de mensaje tan
directo como inequívoco:
“Usted
es un hijo de puta al que le restan pocos días de vida y créame
cuando le digo que por ese tiempo tendrá que realizar un trabajo
sencillo: ‘facturar' dos vidas. No se agobie porque una de ellas
será la suya.”
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