“Nuestros más remotos antepasados respetaban la naturaleza; deberíamos aprender de ellos”
La
frase es un lugar común al que hemos acudido en algún momento de
nuestra existencia para apuntalar (por convencimiento o a causa de una insoportable presión medio ambiental) la importancia que tiene no
aniquilar la estepa, el árbol centenario o una chimenea de ladrillo
rojo, cuya humareda convirtió verdes prados en pintorescos terrenos yermos. Se ha convertido en un mantra, en una verdad irrefutable.
Pero
¿y si ponemos en duda la afirmación precedente?
Tenemos
la costumbre de proyectar en los comportamientos de los antepasados
nuestras formas de ser y entender el cosmos. Damos por sentado que el
río, los bisontes o las margaritas que existieron en el hábitat que
fuera, eran correspondidos (admirados, amados y generadores de
éxtasis) por algo parecido a una comunión espiritual del homo de
turno, fuera este un osado cazador-recolector o el descubridor de que
el sedentarismo no estaba tan mal.
Y
llegamos al mito del buen salvaje que encandiló (quedan algunos
creyentes en el siglo XXI) a tanta alma cándida hasta la extenuación
más insoportable.
Vayamos
por partes.
Cuando
se afirma sin rubor alguno que los indios norteamericanos solo
mataban los bisontes que necesitaban para comer y que la llegada del
pérfido hombre blanco fue el responsable de que ese animal estuviera
a un tris de desaparecer, es una exageración cuyo mayor sustento
científico es una eurofobia fomentada por Hollywood.
A
ver, los aborígenes a los que me refiero no tenían nada parecido a
una conciencia ecológica o una visión conservacionista; las
naciones indias de Canadá o Estados Unidos habrían hecho lo mismo
si hubiesen dispuesto de los conocimientos tecnológicos adecuados
para desarrollar armas más eficaces: las de fuego, por ejemplo.
Sin
abandonar esa región del continente americano, damos un salto a
México para disfrutar de la ‘hospitalidad' azteca que tanto
deslumbraba a sus vecinos. Y sí, me olvido de Lope de Aguirre y de
la mala leche de Werner Herzog; y en relación a Hernán Cortés y
ese asuntillo en torno a Cuauhtémoc y al cacique de Tacuba, no es
otra cosa que el fruto de burdas manipulaciones históricas.
En
definitiva, lo que pretendo con esta pieza sincopada es provocar un
debate o muchos debates o vaya usted a saber qué; y es que en estos
tiempos se hace necesario cuestionar las verdades de hoy y que el
futuro demostrará que eran puro fuego de artificio.
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