lunes, 5 de junio de 2017

En la llanura y sin maquillaje

“Nuestros más remotos antepasados respetaban la naturaleza; deberíamos aprender de ellos”


La frase es un lugar común al que hemos acudido en algún momento de nuestra existencia para apuntalar (por convencimiento o a causa de una insoportable presión medio ambiental) la importancia que tiene no aniquilar la estepa, el árbol centenario o una chimenea de ladrillo rojo, cuya humareda convirtió verdes prados en pintorescos terrenos yermos. Se ha convertido en un mantra, en una verdad irrefutable.
Pero ¿y si ponemos en duda la afirmación precedente?

Tenemos la costumbre de proyectar en los comportamientos de los antepasados nuestras formas de ser y entender el cosmos. Damos por sentado que el río, los bisontes o las margaritas que existieron en el hábitat que fuera, eran correspondidos (admirados, amados y generadores de éxtasis) por algo parecido a una comunión espiritual del homo de turno, fuera este un osado cazador-recolector o el descubridor de que el sedentarismo no estaba tan mal.
Y llegamos al mito del buen salvaje que encandiló (quedan algunos creyentes en el siglo XXI) a tanta alma cándida hasta la extenuación más insoportable.
Vayamos por partes.
Cuando se afirma sin rubor alguno que los indios norteamericanos solo mataban los bisontes que necesitaban para comer y que la llegada del pérfido hombre blanco fue el responsable de que ese animal estuviera a un tris de desaparecer, es una exageración cuyo mayor sustento científico es una eurofobia fomentada por Hollywood.

A ver, los aborígenes a los que me refiero no tenían nada parecido a una conciencia ecológica o una visión conservacionista; las naciones indias de Canadá o Estados Unidos habrían hecho lo mismo si hubiesen dispuesto de los conocimientos tecnológicos adecuados para desarrollar armas más eficaces: las de fuego, por ejemplo.

Sin abandonar esa región del continente americano, damos un salto a México para disfrutar de la ‘hospitalidad' azteca que tanto deslumbraba a sus vecinos. Y sí, me olvido de Lope de Aguirre y de la mala leche de Werner Herzog; y en relación a Hernán Cortés y ese asuntillo en torno a Cuauhtémoc y al cacique de Tacuba, no es otra cosa que el fruto de burdas manipulaciones históricas.
En definitiva, lo que pretendo con esta pieza sincopada es provocar un debate o muchos debates o vaya usted a saber qué; y es que en estos tiempos se hace necesario cuestionar las verdades de hoy y que el futuro demostrará que eran puro fuego de artificio.

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