Por
motivos que no vienen al caso me fue imposible participar en los
fastos revolucionarios que salpicaron París entre los meses de mayo
y junio de 1968. Ni siquiera pude comprobar, sí efectivamente, cada
vez que se levantaba un adoquín para comunicar
a
la policía el
profundo malestar que
esos hijos de obreros sentían ante la maldita sociedad de consumo,
había arena. Lamento recordar que la playa es una atracción que la
Ciudad de la Luz
no puede ofrecer.
Tampoco
en Madrid hay opciones playeras más allá de las corcheas del
afamado tema musical que refrescó algún que otro verano de la
Villa. Cosas
de la ubicación geográfica.
Hace
unas horas, el líder carismático de una organización (también
carismática) se dirigió a sus camaradas, ciudadanos ellos, para
hacerles llegar la buena nueva; el nuevo rumbo que debe emprender la
nave. Las caras de los asistentes se iluminaron presas de una emoción
que, reconozco, soy incapaz de reflejar en estas líneas, so pena de
caer en los tópicos que tan mal hacen a nuestra sociedad
(carismática ella) pero
lo intentaré.
Tras
contener la respiración, el
hombre que ha jugado al fútbol, apretó
sus viriles manos en torno al atril, fijó su mirada en la primera
fila del patio de butacas, recordó alguna anécdota del prohombre
bolivariano y dijo: “tenemos
que dar la batalla en los espacios de combates
ideológicos de la sociedad civil”. Imagínese
lo que siguió.
Tras
hacer la correspondiente digestión
del
evento,
quienes como un servidor, tenemos
la
sacrosanta
obligación de hacer de puente entre el emisor y el destinatario del
mensaje, entramos
al trapo; diseccionamos todos y cada uno de los párrafos como si de
una labor forense se tratase hasta llegar al
meollo del asunto, todo
ello sin
que nos tiemble el pulso más allá de lo razonable.
La
fuerza política a la que hago referencia, si bien no ha podido
asaltar los cielos por causas demográficas, (obstáculo
que sólo podrá solventar el conocido hecho biológico) disfruta
desde
hace algo más de un año de los placeres que ofrecen
el
contacto diario con la
moqueta o tarima flotante, que salpican la geografía de los
edificios oficiales de
España (país, Estado o cosa). Esos mismos que ahora ven el cuerpo
casi exangüe del otrora movimiento de izquierdas (no se ría) al que
no hace tanto susurraban al oído nanas la mar de progresistas; esos
mismos que dibujaban corazones junto a liquidadores de antiguas
fuerzas proletarias, han decidido dar una vuelta de tuerca para sacar
de su letargo a esta gran… lo que sea que se les ocurra nombrar o
llamar a ¿España?
Así,
creen llegado el momento de radicalizar su discurso mientras consumen
cantidades nunca vistas de canapés. Es posible que las nuevas
barricadas o los adoquines que estarían por llegar sean hijos del
colesterol (del malo) y que las populares
carreras
delante de los antidisturbios muten en colas ante los servicios
públicos de análisis clínicos. También
cabe la posibilidad de que los ciudadanos libres e iguales (un
porcentaje por mínimo que sea) decida pensar, leer, recordar o
revisar lo visto hasta ahora. No soy optimista, no creo en las
apariciones marianas (?) y estoy casi convencido de que iremos a
peor.
El
médico, viejo
conocido desde la pubertad,
me mira fijamente y tras consultar de nuevo el extenso informe, se
quita las gafas, despega su cuerpo de la mesa, estira las piernas y
me dice: “cuéntamelo
desde el principio”.
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