domingo, 9 de octubre de 2016

Lípidos revolucionarios

Por motivos que no vienen al caso me fue imposible participar en los fastos revolucionarios que salpicaron París entre los meses de mayo y junio de 1968. Ni siquiera pude comprobar, sí efectivamente, cada vez que se levantaba un adoquín para comunicar a la policía el profundo malestar que esos hijos de obreros sentían ante la maldita sociedad de consumo, había arena. Lamento recordar que la playa es una atracción que la Ciudad de la Luz no puede ofrecer.
Tampoco en Madrid hay opciones playeras más allá de las corcheas del afamado tema musical que refrescó algún que otro verano de la Villa. Cosas de la ubicación geográfica.

Hace unas horas, el líder carismático de una organización (también carismática) se dirigió a sus camaradas, ciudadanos ellos, para hacerles llegar la buena nueva; el nuevo rumbo que debe emprender la nave. Las caras de los asistentes se iluminaron presas de una emoción que, reconozco, soy incapaz de reflejar en estas líneas, so pena de caer en los tópicos que tan mal hacen a nuestra sociedad (carismática ella) pero lo intentaré. Tras contener la respiración, el hombre que ha jugado al fútbol, apretó sus viriles manos en torno al atril, fijó su mirada en la primera fila del patio de butacas, recordó alguna anécdota del prohombre bolivariano y dijo: “tenemos que dar la batalla en los espacios de combates ideológicos de la sociedad civil”. Imagínese lo que siguió.

Tras hacer la correspondiente digestión del evento, quienes como un servidor, tenemos la sacrosanta obligación de hacer de puente entre el emisor y el destinatario del mensaje, entramos al trapo; diseccionamos todos y cada uno de los párrafos como si de una labor forense se tratase hasta llegar al meollo del asunto, todo ello sin que nos tiemble el pulso más allá de lo razonable.

La fuerza política a la que hago referencia, si bien no ha podido asaltar los cielos por causas demográficas, (obstáculo que sólo podrá solventar el conocido hecho biológico) disfruta desde hace algo más de un año de los placeres que ofrecen el contacto diario con la moqueta o tarima flotante, que salpican la geografía de los edificios oficiales de España (país, Estado o cosa). Esos mismos que ahora ven el cuerpo casi exangüe del otrora movimiento de izquierdas (no se ría) al que no hace tanto susurraban al oído nanas la mar de progresistas; esos mismos que dibujaban corazones junto a liquidadores de antiguas fuerzas proletarias, han decidido dar una vuelta de tuerca para sacar de su letargo a esta gran… lo que sea que se les ocurra nombrar o llamar a ¿España?

Así, creen llegado el momento de radicalizar su discurso mientras consumen cantidades nunca vistas de canapés. Es posible que las nuevas barricadas o los adoquines que estarían por llegar sean hijos del colesterol (del malo) y que las populares carreras delante de los antidisturbios muten en colas ante los servicios públicos de análisis clínicos. También cabe la posibilidad de que los ciudadanos libres e iguales (un porcentaje por mínimo que sea) decida pensar, leer, recordar o revisar lo visto hasta ahora. No soy optimista, no creo en las apariciones marianas (?) y estoy casi convencido de que iremos a peor.


El médico, viejo conocido desde la pubertad, me mira fijamente y tras consultar de nuevo el extenso informe, se quita las gafas, despega su cuerpo de la mesa, estira las piernas y me dice: “cuéntamelo desde el principio”.

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