viernes, 18 de noviembre de 2022

𝗧𝗿𝗲𝘀 𝗝𝘂𝗮𝗻𝗲𝘀, 𝘁𝗿𝗲𝘀

   


    Tres Juanes faenan en el Matador de la Calle de La Cruz, una de esas callejuelas que serpentean el Madrid añejo ¡y galdosiano!; que te conducen al destino o son las responsables -no busque culpables- de acabar entre cuatro paredes donde un matador que quiso, que insistió, fue empitonado por la vida. Y por experiencia sabemos que no existe peor morlaco que la puñetera realidad, pero si alberga alguna duda, nada mejor observar el semblante de la figura taurina que desde una especie de altar, observa el ir y venir de los parroquianos. Cuando lo vi, no pude por menos que recordar a Mi tío Jacinto (1956), la película dirigida por Ladislao Vajda y protagonizada por Pablo Calvo y Antonio Vico.

   

   En este ruedo -al que se puede llegar, por ejemplo, desde la Plaza de Jacinto Benavente, epicentro desde el que se bifurcan varias calles-, donde tantas chinchetas como usted pueda imaginarse sujetan billetes fuera del alcance de nuestro querido Banco de España, entra un argentino que amenaza con traer la guitarra que, seguro, nos haría llorar pero que mis súplicas al buen Dios impiden tamaña experiencia. Un poco más allá de mi ubicación pero no tanto que mis glándulas salivares no padezcan un calvario, dos patas de jamón muestran sendas rampas que se alejan de la pezuña oscura mientras desprecian los motivos que expone un brasileño (o transalpino, que yo ya no sé) que afirma estudiar los trucos de las finanzas en la Complutense. Ríe a un lado y otro buscando la mirada cómplice de la que me salvo gracias a un oportuno beso que recibo en todos los morros.

Pasan las horas y entre el tuteo y el ustedeo llegan las ganas de cambiar el agua al canario, misión ésta que requiere poner en práctica los conocimientos necesarios para no llevarse un susto, porque resulta que la escalera (debidamente señalizada) que conduce a sendos aliviaderos, va cuesta abajo, es de escalones metálicos y tal vez de huella con una longitud de paso no apta para cobardes. No afirmo que sea una odisea pero sí que requiere el amor por uno mismo. Luego, alcanzada la meta, que usted sea feliz.

   Tres Juanes, tres, forman parte del grupo de camareros que atiende con ganas, que corta el jamón serrano, que distribuye las lonchas de lacón a lo largo de una interminable rodaja de pan que se corona con varias cuñas de queso, todo ello (pero hay más enyesque) se acaba fundiendo alegremente hasta que llega a la mesa, alguna de las cuales se pierden al fondo, -dejando a la izquierda al diestro-, en una suerte de salón. Antes, varias mesitas y otros tantos taburetes dan la bienvenida, mientras que con el recuerdo del aquel bullicio de Sol y sin apenas más ruidos que el generado por el tráfico, transcurre el tiempo. Pasan diez, doce, cientos de personas, unas miran de soslayo, otras ni siquiera eso, embelesadas por otros cantos de la metrópolis madrileña que se transforma, pero que intenta sujetar algunos fragmentos del pasado.


«Escapando de las Cátedras, ganduleaba por las calles, plazas y callejuelas, gozando en observar la vida bulliciosa de esta ingente y abigarrada capital».


Memorias de un desmemoriado

Benito Pérez Galdós


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