Tres
Juanes faenan en el Matador
de la Calle de La Cruz, una de esas callejuelas que serpentean el
Madrid añejo ¡y galdosiano!; que te conducen al destino o son las responsables -no
busque culpables- de acabar entre cuatro paredes donde un matador que
quiso, que insistió, fue empitonado por la vida. Y por experiencia
sabemos que no existe peor morlaco que la puñetera realidad, pero
si alberga
alguna
duda, nada mejor observar el semblante de la figura taurina que desde
una
especie de altar, observa el ir y venir de los parroquianos. Cuando
lo vi, no pude por menos que recordar a Mi
tío Jacinto
(1956), la película dirigida por Ladislao Vajda y protagonizada por
Pablo Calvo y Antonio Vico.
En
este ruedo
-al
que se puede llegar, por ejemplo, desde la Plaza de Jacinto
Benavente, epicentro desde el que se bifurcan varias calles-, donde
tantas chinchetas como usted pueda
imaginarse
sujetan billetes fuera del alcance de nuestro querido Banco de
España, entra un argentino que amenaza con traer la guitarra que,
seguro, nos haría llorar pero
que mis súplicas al buen Dios impiden tamaña experiencia.
Un
poco más allá de mi ubicación pero no tanto que mis glándulas
salivares no
padezcan un calvario,
dos patas de jamón muestran sendas rampas que se alejan de la pezuña
oscura
mientras
desprecian
los motivos que expone un brasileño (o transalpino, que yo ya no sé)
que afirma
estudiar
los trucos de las finanzas en la Complutense. Ríe
a un lado y otro buscando la mirada cómplice de la que me salvo
gracias a un oportuno beso que recibo en todos los morros.
Pasan
las horas y entre el tuteo y el ustedeo llegan las ganas de cambiar
el agua al canario, misión ésta que requiere poner en práctica los
conocimientos necesarios para no llevarse un susto, porque resulta
que la escalera (debidamente
señalizada)
que conduce a sendos aliviaderos, va cuesta abajo, es
de
escalones metálicos y tal
vez
de
huella con
una longitud de paso no apta para cobardes.
No afirmo que sea una odisea pero sí que requiere
el amor por uno mismo. Luego, alcanzada la meta, que usted sea feliz.
Tres
Juanes, tres, forman parte del grupo de camareros que atiende con
ganas, que corta el jamón serrano, que distribuye las lonchas de
lacón a lo largo de una interminable rodaja de pan que se corona con
varias cuñas de queso, todo ello (pero hay más enyesque) se acaba fundiendo alegremente
hasta que llega a la mesa, alguna de las cuales se pierden al fondo,
-dejando a la izquierda al diestro-, en una suerte de salón. Antes,
varias mesitas y otros tantos taburetes dan la bienvenida, mientras
que con
el recuerdo
del aquel bullicio de Sol y
sin apenas más ruidos que el generado por el tráfico, transcurre el
tiempo. Pasan
diez, doce, cientos de personas, unas miran de soslayo, otras ni siquiera eso,
embelesadas por otros cantos de la metrópolis madrileña que
se transforma, pero que intenta sujetar algunos fragmentos del pasado.
«Escapando
de las Cátedras, ganduleaba por las calles, plazas y callejuelas,
gozando en observar la vida bulliciosa de esta ingente y abigarrada
capital».
Memorias
de un desmemoriado
Benito
Pérez Galdós
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