Hay
tres motivos que apuntalan mi querencia por viajar a la Península:
conocer a los paisanos, deleitar mi sentido estético con el paisaje
y aliviar mis entrañas. Y no crea, porque a veces pesa tanto la última razón, que las dos primeras se diluyen en el
bajante de mis necesidades primarias.
Mientras
decido el momento ideal para emprender ese viaje que en nada recuerda
la aventura iniciática europea [Grand Tour] de los jóvenes
aristócratas británicos imberbes, (¿se da cuenta? esa ansiedad que está consumiéndome me lanza por el terraplén de la cursilería) soporto los
embates de la quietud intestinal a base de un brebaje cuya simple
mención trae a la memoria las andanzas de un centrocampista
nigeriano en busca de mejores estadios en los que demostrar sus
habilidades. Trago ese líquido espeso, una noche tras otra, con la
esperanza de que a la mañana siguiente unos tímidos golpes
se conviertan en los prolegómenos (si la fortuna así lo quiere) de un torrente de
notas disonantes provenientes de lo más profundo del alma, que me
obligue ¡dichoso verbo! a partir sin dilación y una gran sonrisa,
hacia el recipiente de cuyo nombre todos nos acordamos.
Pero
claro, es necesario que ahonde en los motivos por los que ese inmenso
trozo de terreno patrio es tan propicio para dar rienda suelta; para
liberar a mi comarca intestinal de esa opresión en modo alguno
benéfica. Y la respuesta no es otra que el clima mediterráneo,
desfacedor de entuertos, desde aquellos que promueven el colesterol, ––malo de solemnidad––, pasando por las demás trampas que esperan,
agazapadas entre fogones, al incauto homo tragón. Ese clima cuya
sola mención provoca la actuación de rapsodas, compositores de
percusión estridente o escribidores de pluma ardiente, como ardiente
es el pesar que ocasiona el prolongado exilio del trono. Mediterráneo es también pasear por la plaza del Obradoiro mientras las campanas
de la catedral marcan el tránsito de las horas que nos convocan a visitar
alguna de las tabernas que pueblan el lugar. Sí, eso es dieta
mediterránea, a pesar de que en la lejanía se oyen los tímidos embates
del Océano Atlántico y el comensal se esfuerza en dar buena cuenta
del guiso, y allí, desde el otro lado de las ventanas de casa Manolo, saludan unas
tímidas damas de ropajes coloristas que se dirigen a la Plaza de
Cervantes sin más guía que el cabo de la escoba a modo de brújula
y un rumbo por determinar.
La
dieta mediterránea tiene esas cosas: empiezas con ella para rebajar
los kilos que otros se empeñan en afirmar que están de más, luego consideras que lo mejor es ir hasta el lugar
de los hechos y descubres, mientras hundes la cuchara en enésimo
plato de puchero cántaro, que eso es vida. Pero las sorpresas no
acaban; absorto en la sobremesa con café y copa y mirando al
horizonte de vestigios tarracos, de repente, surge la imperiosa necesidad de visitar el
baño. Y el asunto se repite una y otra vez hasta el paroxismo (un
alivio) y entonces sí lo tienes claro: ¡Es el aceite de oliva combinado con una bajada de la presión atmosférica! O simplemente ¡es el Mediterráneo! Y te sonríes, porque algo hay que hacer.