miércoles, 5 de julio de 2017

Alivio mediterráneo

Hay tres motivos que apuntalan mi querencia por viajar a la Península: conocer a los paisanos, deleitar mi sentido estético con el paisaje y aliviar mis entrañas. Y no crea, porque a veces pesa tanto la última razón, que las dos primeras se diluyen en el bajante de mis necesidades primarias.
Mientras decido el momento ideal para emprender ese viaje que en nada recuerda la aventura iniciática europea [Grand Tour] de los jóvenes aristócratas británicos imberbes, (¿se da cuenta? esa ansiedad que está consumiéndome me lanza por el terraplén de la cursilería) soporto los embates de la quietud intestinal a base de un brebaje cuya simple mención trae a la memoria las andanzas de un centrocampista nigeriano en busca de mejores estadios en los que demostrar sus habilidades. Trago ese líquido espeso, una noche tras otra, con la esperanza de que a la mañana siguiente unos tímidos golpes se conviertan en los prolegómenos (si la fortuna así lo quiere) de un torrente de notas disonantes provenientes de lo más profundo del alma, que me obligue ¡dichoso verbo! a partir sin dilación y una gran sonrisa, hacia el recipiente de cuyo nombre todos nos acordamos.


Pero claro, es necesario que ahonde en los motivos por los que ese inmenso trozo de terreno patrio es tan propicio para dar rienda suelta; para liberar a mi comarca intestinal de esa opresión en modo alguno benéfica. Y la respuesta no es otra que el clima mediterráneo, desfacedor de entuertos, desde aquellos que promueven el colesterol, ––malo de solemnidad––, pasando por las demás trampas que esperan, agazapadas entre fogones, al incauto homo tragón. Ese clima cuya sola mención provoca la actuación de rapsodas, compositores de percusión estridente o escribidores de pluma ardiente, como ardiente es el pesar que ocasiona el prolongado exilio del trono. Mediterráneo es también pasear por la plaza del Obradoiro mientras las campanas de la catedral marcan el tránsito de las horas que nos convocan a visitar alguna de las tabernas que pueblan el lugar. Sí, eso es dieta mediterránea, a pesar de que en la lejanía se oyen los tímidos embates del Océano Atlántico y el comensal se esfuerza en dar buena cuenta del guiso, y allí, desde el otro lado de las ventanas de casa Manolo, saludan unas tímidas damas de ropajes coloristas que se dirigen a la Plaza de Cervantes sin más guía que el cabo de la escoba a modo de brújula y un rumbo por determinar.

La dieta mediterránea tiene esas cosas: empiezas con ella para rebajar los kilos que otros se empeñan en afirmar que están de más, luego consideras que lo mejor es ir hasta el lugar de los hechos y descubres, mientras hundes la cuchara en enésimo plato de puchero cántaro, que eso es vida. Pero las sorpresas no acaban; absorto en la sobremesa con café y copa y mirando al horizonte de vestigios tarracos, de repente, surge la imperiosa necesidad de visitar el baño. Y el asunto se repite una y otra vez hasta el paroxismo (un alivio) y entonces sí lo tienes claro: ¡Es el aceite de oliva combinado con una bajada de la presión atmosférica! O simplemente ¡es el Mediterráneo! Y te sonríes, porque algo hay que hacer.


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