lunes, 24 de octubre de 2016

Cuando el sol impide ver el bosque

Hace unos días andaba con las neuronas distraídas (?); en un estado de ánimo próximo al sopor intelectual cuando un amable señor, entrado en años y lleno de vitalidad, me abordó en plena vía pública y lanzó, así por las buenas, una pregunta que hizo tambalear todo mi edificio de conocimientos (a veces próximo a la ruina):

––Cuando en la Península hablan de Canarias ¿se limitan al sol, playa, plátanos y fenómenos meteorológicos adversos del tipo calima? ¿Cree usted que conocen algo más que los tópicos?

Tras sacudirme el estupor inicial a base de la correspondiente medicación, sonreí al amable señor y cuando me aprestaba a dar una respuesta contundente que no dejara grieta alguna a interpretaciones torticeras, algo en mi interior contuvo ese ánimo. Así, una fuerza procedente de una región desconocida de mi cerebro cre que era necesario reflexionar (¿otra vez?) sobre éste archipiélago, el mismo al que desterraron a Unamuno o ese lugar al que miles de quintos fueron enviados por obra y gracia de la diosa Fortuna del sorteo militar. Y en eso estamos.

No pretendo apabullar con datos y cantos regionales, (no estamos obligados a conocer hasta el último rincón de España) mas sí quiero que el lector entienda la desazón que ocasiona a este humilde isleño el desconocimiento general que se tiene sobre nuestro asirocado archipiélago.
Si jamás he olvidado (estudié en la escuela pública y a mucha honra) que el Río Miño nace en Fuente Miña (Lugo); que no confundo Huesca con Huelva, ni Palma de Mallorca con Palma del Río (Córdoba), usted podrá comprender que me desespere cuando, ofrezco este dato a modo de entrante, en el Aeropuerto de Barajas se empeñan en informar de la salida de un vuelo con destino a Las Palmas de Gran Canaria (cuando en realidad vuela a Gran Canaria y aterriza en el aeropuerto, uno de los pocos rentables de toda la red de AENA, que se ubica entre los municipios de Telde e Ingenio); imagínese la catástrofe si la aeronave intentara posar sus toneladas en plena calle de León y Castillo o en la de Bravo Murillo. Estoy hablando de una urbe que es la novena de España por número de habitantes, el mismo lugar que ocupa su área metropolitana, ¿sorprende?

Foto: MaCon
Evidentemente, Canarias es algo más que la isla de Gran Canaria (y no ese disparate de Las Palmas), siendo ésta uno de los pilares fundamentales sobre los que se asienta, entre otros aspectos, la economía regional. Pero sigamos hablando de Canarias, sí, ese lugar incierto al que vienen seres humanos; alguno de ellos queda descolocado cuando le preguntas cuál de las siete islas tendrá el honor de acoger sus figura y él, ufano, te responde que va a… Canarias ¡Faltaría más!

Si tuviera la insolencia de hablar de la economía isleña, o a qué diablos se dedican los seres que por aquí respiran, ni siquiera mencionaría que el Sector primario lleva renqueando desde hace mucho tiempo: la producción de plátanos, tomates o frutas tropicales cuya extraordinaria calidad me sorprende cada vez que viajo a la Península en contraposición con el producto que ofrecen al consumidor isleño, no es ni la sombra de lo que fue. En cuanto a la pesca, ésta se limita a una exigua flota artesanal. 

En resumidas cuentas, que si queremos comer algo más que rayos ultravioletas, se debe importar casi todo, con la consiguiente sorpresa cuando se visita el supermercado ¿Exagero? Pues a finales del pasado mes de septiembre la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) señalaba a Las Palmas de Gran Canaria como la ciudad española con la cesta de la compra más cara, por delante de Barcelona.

Del Régimen Específico de Abastecimientos (REA), auspiciado por la Unión Europea, cuya filosofía se basa en “garantizar el abastecimiento del archipiélago de productos esenciales para el consumo humano (…) con vistas a paliar los costes adicionales derivados de su lejanía”, mejor intento disimular la risa, aunque será imposible después de repasar lo siguiente: “Los beneficios del REA son la exención de los derechos de aduana a los productos de terceros países (...)”
Pues a pesar de lo que ha leído (muy resumido) y de lo que haya escuchado, no nos alimentamos de artilugios electrónicos y los precios de los alimentos de primera necesidad no bajan ni de broma: ¿Dónde repercuten esas exenciones fiscales? ¿En qué traviesos bolsillos cae tamaño maná?

Y no me olvido del turismo, el balón de oxígeno de la economía isleña; el monocultivo que desde los años 60 del pasado siglo situó a esta región como uno de los epicentros del ocio. Para no cansar, un apunte: el año 2015 nos brindó la llegada de casi once millones de visitantes.
Tampoco puedo dejar pasar lo orgullosos que estamos por ser una de las regiones españolas con la mayor tasa de desempleo (27,3%- II Trimestre 2016) y unos salarios de risa (por no llorar, que también) ¿Y de corrupción? Gozamos de una aceptable salud; ahí están, haciendo sus cositas.

Bueno, si usted ha sido capaz de llegar al final de este artículo, cuenta con mis más sincero aprecio; en el caso contrario, también, porque haber nacido en una región ultraperíferica (cosas de la UE) imprime carácter, una cierta mala leche como antídoto ante los descubrimientos que se hacen según se cumplen años. Ser español natural de este archipiélago macaronésico tiene el añadido de esa pachorra tan singular que no se debe confundir con la indolencia.



domingo, 9 de octubre de 2016

Lípidos revolucionarios

Por motivos que no vienen al caso me fue imposible participar en los fastos revolucionarios que salpicaron París entre los meses de mayo y junio de 1968. Ni siquiera pude comprobar, sí efectivamente, cada vez que se levantaba un adoquín para comunicar a la policía el profundo malestar que esos hijos de obreros sentían ante la maldita sociedad de consumo, había arena. Lamento recordar que la playa es una atracción que la Ciudad de la Luz no puede ofrecer.
Tampoco en Madrid hay opciones playeras más allá de las corcheas del afamado tema musical que refrescó algún que otro verano de la Villa. Cosas de la ubicación geográfica.

Hace unas horas, el líder carismático de una organización (también carismática) se dirigió a sus camaradas, ciudadanos ellos, para hacerles llegar la buena nueva; el nuevo rumbo que debe emprender la nave. Las caras de los asistentes se iluminaron presas de una emoción que, reconozco, soy incapaz de reflejar en estas líneas, so pena de caer en los tópicos que tan mal hacen a nuestra sociedad (carismática ella) pero lo intentaré. Tras contener la respiración, el hombre que ha jugado al fútbol, apretó sus viriles manos en torno al atril, fijó su mirada en la primera fila del patio de butacas, recordó alguna anécdota del prohombre bolivariano y dijo: “tenemos que dar la batalla en los espacios de combates ideológicos de la sociedad civil”. Imagínese lo que siguió.

Tras hacer la correspondiente digestión del evento, quienes como un servidor, tenemos la sacrosanta obligación de hacer de puente entre el emisor y el destinatario del mensaje, entramos al trapo; diseccionamos todos y cada uno de los párrafos como si de una labor forense se tratase hasta llegar al meollo del asunto, todo ello sin que nos tiemble el pulso más allá de lo razonable.

La fuerza política a la que hago referencia, si bien no ha podido asaltar los cielos por causas demográficas, (obstáculo que sólo podrá solventar el conocido hecho biológico) disfruta desde hace algo más de un año de los placeres que ofrecen el contacto diario con la moqueta o tarima flotante, que salpican la geografía de los edificios oficiales de España (país, Estado o cosa). Esos mismos que ahora ven el cuerpo casi exangüe del otrora movimiento de izquierdas (no se ría) al que no hace tanto susurraban al oído nanas la mar de progresistas; esos mismos que dibujaban corazones junto a liquidadores de antiguas fuerzas proletarias, han decidido dar una vuelta de tuerca para sacar de su letargo a esta gran… lo que sea que se les ocurra nombrar o llamar a ¿España?

Así, creen llegado el momento de radicalizar su discurso mientras consumen cantidades nunca vistas de canapés. Es posible que las nuevas barricadas o los adoquines que estarían por llegar sean hijos del colesterol (del malo) y que las populares carreras delante de los antidisturbios muten en colas ante los servicios públicos de análisis clínicos. También cabe la posibilidad de que los ciudadanos libres e iguales (un porcentaje por mínimo que sea) decida pensar, leer, recordar o revisar lo visto hasta ahora. No soy optimista, no creo en las apariciones marianas (?) y estoy casi convencido de que iremos a peor.


El médico, viejo conocido desde la pubertad, me mira fijamente y tras consultar de nuevo el extenso informe, se quita las gafas, despega su cuerpo de la mesa, estira las piernas y me dice: “cuéntamelo desde el principio”.