martes, 30 de junio de 2015

Una noche de besos, de escobas


Para un paseante cualquiera caminar junto a la playa en la noche de San Juan podría asemejarse a la contemplación de un parque temático. Las gentes, que desde bien temprano han ido ocupando su 'parcela' en el arenal, llenan el mismo de mesas, sombrillas y las cajas que atesoran las viandas que harán de esa noche mágica un pretexto para dar tienda suelta a los excesos: etílicos, gastronómicos e incluso a esos otros más pegados a la piel.

Y de la fauna humana tenemos variedad: El vendedor de chuches en pantalón corto y botas de media caña de un blanco radiante que se mueve entre la multitud buscando hacer su particular agosto. Las brillantes pantallas de los móviles que salpican, cual estrellas, a lo largo y ancho de la playa, mientras los dedos son presa de un ritmo frenético tecleando a la búsqueda del mensaje que confirme la llegada del ser añorado o asegure la ausencia de quien nunca supo comportarse. Entremedio se encuentran aquéllos otros seres, sombras de si mismos, que perdidos entre la multitud creen buscar lo que ni siquiera sabrán identificar. Carteristas aparte.

Faltan unos minutos para la medianoche y cientos de seres se acercan a la orilla, unos, los más avezados en esas lides, aconsejan a quienes por vez primera se remojarán en las aguas tras el primer estallido de los voladores. La otrora purificación del alma, mutando un años más en baño de alivio de los excesos etílicos de la jornada. Los más, entre el bocado de tortilla de papas, el bocadillo de salami, la ensaladilla rusa o la empanada de atún y el “¡niño, que nos estás llenando de arena… jodío chiquillo!”, conforman el paisaje sanjuanero.

Por fin, los fuegos alumbran el cielo al que miles de cabezas se orientan. Una noche más intentamos quemar en nuestras particulares hogueras las miserias pasadas, mientras apretamos el alma deseando que los próximos meses sean algo más leves. Un beso, dos o cientos de ellos a la amada, porque las brujas andan sueltas.

miércoles, 10 de junio de 2015

La 'Parca' realidad


La afición del hombre por coleccionar (sellos, llaveros, cuentas corrientes o amores), se ve truncada por una dama inasequible al desaliento cuya única misión en esta vida es…evitar que sigamos respirando, a pesar de que en los numerosos intentos por esquivar su deseo, casi todos nosotros, alcanzamos las mayores cimas de desesperación: Al final la muerte obtiene su premio.

Sé que mientras escribo este artículo me acerco al final de mis días, aunque espero que semejante conclusión vital tenga lugar dentro de varios años, porque por mucho que lo intento no he logrado convencerme de que la muerte le siente bien a nadie. Es más, no recuerdo que los cadáveres gocen de buena salud, sean éstos de José Zorrilla o de Juan Ruiz de Alarcón, que esa es polémica… de otro tiempo.

Pero ¿cómo he tratado a la Parca en el transcurso de mi vida?, es un asunto al que nunca había dedicado tiempo, y tal aspecto tiene dos visiones bien diferentes. De un lado está la muerte indirecta o aquella que ha afectado al entorno de amigos, vecinos o conocidos. En ese sentido, recuerdo el pesar que sentí tras conocer el suicidio de un amigo con el que había compartido un breve espacio de tiempo: Carlos. Un tipo afable, de diecisiete años. Una pérdida que dejó desconcertados al pequeño grupo de amigos.
Tal vez en este momento, qué mejor que recordar a Antonio Machado cuando dice:

"La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros no somos."

La segunda variable tiene que ver con el fallecimiento de los que hemos dado en llamar ‘seres queridos’ y por quienes, si realmente sentimos mucho cariño, nos vemos inmersos en una situación emocional devastadora. Y aquí hay pocos matices, a pesar de que se crea a pie juntillas que la muerte te da toda una vida de ventaja, porque no existe bálsamo que anestesie la ausencia de los padres, ni tiempo suficiente para hacerse a la idea.
Así que un día lo acompañas a casa, cruzas unas pocas palabras, porque como se está a punto de entrar en la edad adulta, el chaval está tremendamente ocupado con algunas chorradas que requieren toda su atención. Y una mañana la realidad, la de verdad, tiene a bien partirte la cara. Suena el teléfono y…

Inconvenientes

En el asunto que nos ocupa, hay tantas visiones como galaxias, tantos dimes como diretes y tan exquisitas reflexiones como estúpidas conclusiones. Pero de entre todo el maremágnum, la siguiente frase podría valer como resumen: Morir es dejar un pequeño pliegue en la cama. Claro está, inmediatamente es preciso preguntarse ¿Eso es todo? Depende.
Cuando escucho que la muerte iguala a ricos y pobres; que democratiza, no sé si ponerme a llorar o sucumbir a los sicotrópicos porque de momento, los sátrapas y miserables por el estilo, tienen por costumbre morir en un entorno cómodo. Ítem más. Se organizan fastos para los funerales, cuyos gastos corren a cargo de quienes tenemos por norma palmarla entre agobios presupuestarios. Inconvenientes de clase.
En el peor de los casos hay quienes se llevan la miseria hasta la tumba prestada por el ayuntamiento de turno. Un lugar en vertical u horizontal donde acaba la historia de un desposeído de casi todo que tiene como únicos testigos de su despedida a dos viejos amigos de tetra brik, un periodista y al enterrador. Allí en una esquina olvidada yace alguien, aún no olvidado del todo.
Aquél día y tras concluir el acto, se me acercó un viejo y mientras encendía un cigarrillo sin filtro, me dijo: “Tengo miedo de morir porque pienso en el ataúd y me provoca claustrofobia”. Ante tamaña reflexión y al borde de un ataque de risa le dije que podía elegir la incineración, y sin pestañear me respondió que “eso es peor porque la urna es aún más pequeña”.

Ya sé que en esto de la muerte, existe un universo de frases, algunas de una profundidad que ríete de las fosas Marianas, aunque no es el caso de las presentes. También soy consciente que tras la muerte, a ver cómo diablos verificas lo acertado de las mismas, pero seamos pragmáticos: En algún punto de referencia tenía que echar el ancla si pretendo que esta modesta chalupa alcance puerto seguro. O sea, un lugar donde los servicios funerarios trasciendan el pijama de madera ¿Vale un crematorio? Sea pues.

Séneca
La muerte es un castigo para algunos,
para otros un regalo, y para
muchos un favor.

Leonardo Da Vinci
Así como una jornada bien empleada
produce un dulce sueño, así una vida
bien usada causa una dulce muerte.

Marlene Dietrich
¿Miedo a la muerte? Uno debe temerle
a la vida, no a la muerte.

William Shakespeare
Los cobardes mueren muchas veces antes de su verdadera muerte, los valientes gustan la muerte sólo una vez.


Sé que voy a morir, pero no será antes de disfrutar de…

Scriptum est

La mirada de Clint


Sobre Clinton Eastwood, Jr. (San Francisco, 1930) se ha escrito para alegría de unos y enfado de otros, así que las líneas que siguen corren el peligro de satisfacer o provocar el mayor de los desprecios a esos “unos y otros”. Hasta aquí todo normal, aunque como no soy un tahúr, muestro mis cartas y suscribo lo que afirmó sobre Clint otro maestro del celuloide:

(…) “Delante de él me quito el sombrero” (Orson Welles, 1 julio 1982)

No obstante y puestos a sincerarme, confieso que no he sido llamado por la senda de la mitomanía, por lo que no esperen de este humilde escribidor ninguna llamada a las armas en pos de la defensa de aquél fuerte apache o ese huerto de calabazas. Está claro que me gusta el trabajo de Eastwood y por eso estas líneas pretenden ser unas humildes pinceladas en torno a una constante en su discurso cinematográfico: la decencia.
 Sé que sostener tal visión ética en el trabajo de este cineasta puede chirriar si a las primeras de cambio incluyo en la lista a Harry Callahan, un personaje que como mínimo ha sido calificado de fascista, una etiqueta que tanto Eastwood como Don Siegel rechazaron de pleno. Pero si dejamos a un lado la parte del discurso que Harry apoya en su Smith & Wesson Magnum 44, ¿Qué nos queda?

Pues vemos a un policía que no hace ascos a la hora de enfrentarse a los casos incómodos, desagradables y abocados al fracaso de los que el resto de sus compañeros huyen. Un tipo que entra a saco en la investigación y a quien ¡Oh casualidad! la defensa de la víctima no es asunto baladí. Un agente de la autoridad poco dado a la diplomacia de salón, un hábitat donde la gestión de los intereses públicos es sacrificada en aras del beneficio privado que hemos dado en llamar corrupción.

- Cuando un hombre adulto persigue a una mujer tratando de violarla, yo mato al hijo de puta. Ésa es mi política.
- ¿Y cómo sabe usted que va a violarla?
- Cuando un hombre desnudo y empalmado persigue a una mujer por una calle con un cuchillo de carnicero, me figuro que no está haciendo una colecta para la Cruz Roja. (Harry el Sucio)


En tal sentido, Clint Eastwood hace que, tanto Callahan como el resto de los personajes objeto de esta reflexión, se embarquen en la búsqueda de la justicia y la defensa de la honestidad y claro, en ese camino surge un monstruo demasiado humano. Tanto, que tiene por costumbre liberar todos los demonios que almacenamos a lo largo de nuestra existencia: la venganza.

Nostalgia

Qué mejor momento para hacer un alto en el relato y sumergirse en la nostalgia recordando un momento crucial en la carrera profesional de nuestro personaje. El mismo que fuera alcalde del municipio californiano de Carmel-by-the Sea (1986-88), que emigró a España tras ser llamado para trabajar en el 'espaguetti' que Sergio Leone estaba cocinando en Almería. Un Eastwood que entre el equipaje que cruzó el 'charco' contaba con un par de pantalones vaqueros y su famoso poncho, debajo del cual, los chiquillos de la época que llenábamos los cines, sabíamos que escondía su revólver.


Entre 'Un puñado de dólares', 'El bueno, el feo y el malo' o 'La muerte tenía un precio' ¡qué nervios sentíamos mientras dábamos buena cuenta del 'Baya-Baya de naranja con el que ayudábamos a desatascar la garganta de chuches y 'porquerías' por el estilo! Un trago de refresco entre las notas de las bandas sonoras elaboradas por el genial Ennio Morricone; los ojos como platos y la respiración entrecortada al ver que el malo de turno, Lee Van Cleef, pretendía cazarlo a traición ¡Un sinvivir en Technicolor!
 Esos bandidos que tenían, y aún conservan, una característica común: se mantienen a una distancia prudencial del agua y el jabón. Quiero pensar que por exigencias del guión.

Y en un giro previsto en el guión, hago que mis personajes recuperen el discurso inicial. Que vuelvan a esos objetivos que a modo de cordón umbilical, han ido unido, metraje a metraje, a Ben Shockley (Ruta suicida), Bill Munny (Sin perdón), Red Garnett (Un mundo perfecto), Luther Whitney (Poder absoluto), Steve Everett (Ejecución inminente), Terry McCaleb (Deuda de sangre), Walt Kowalski (Gran Torino) o al Clint director en 'Mystic River'. En cierta medida, todos ellos, en algún momento, son deudores de Callahan.


A modo de conclusión, sostengo que en ‘Gran Torino’ (2008), atisbo a un Harry Callahan mutado en Walt Kowalski , un veterano de la guerra de Corea que ve cómo todo cambia a su alrededor. Un tipo huraño que no soporta a sus vecinos inmigrantes del sudeste asiático, pero que tras el incidente con el joven Thao (Bee Vang) que intenta robarle una de sus posesiones más queridas: un Gran Torino de 1972, se obliga a tratar con ellos y conocer su historia familiar. Ahí surge la empatía en un Kowalski  que se implicará en la defensa del barrio ante la presión de las bandas. No soporta las injusticias, los abusos. Se viste con su mejor traje y aplica su ley. Muere destrozando a los enemigos: Kowalski y Harry Callahan se dan la mano.

En este invento llamado cine siempre ha existido un espacio para los sentimientos sin edulcorantes y maestros puestos a la labor. Esto es mucho más que 24 fotogramas por segundo. Estamos hablando de arte, de un maestro. De la mirada de Clint Eastwood.

Scriptum est


martes, 9 de junio de 2015

Las piedras tienen memoria


Cada vez que me entero de algún descubrimiento arqueológico o de la restauración de una callejuela, observo a mi alrededor y no puedo evitar que me invada una nostalgia que va mutando desde la sorpresa hasta convertirse en una interminable derrota.
Las esquinas, otrora lugares donde acontecieron momentos de felicidad, han sido borradas del mapa; la plazoleta en la que ellos se cruzaron las primeras miradas, enterrada bajo centímetros de asfalto y la majestuosa torre de ladrillo rojo, faro que señalaba el rumbo a seguir para saciar la sed a base del brebaje de cebada, dinamitada sin ningún miramiento. Siempre el mismo argumento: La ciudad tiene que mejorar, avanzar, ser más atractiva para el visitante. Una verdad llena de múltiples trampas.

Decía Gabriel García Márquez que recordar es fácil para el que tiene memoria. Olvidarse es difícil para quien tiene corazón.” Y así andamos, recordando y haciendo que la memoria atesorada por las piedras no sea pasto del olvido, será por eso que a falta del objeto de nuestros recuerdos, nos conformamos con levantar monolitos en los que grabamos elegías que recuerden a las generaciones futuras que ciertos sacrificios no son otra cosa que suicidios inducidos, o suavizando la reflexión, podemos decir que abocamos a nuestro entorno a un irreversible proceso de deterioro ‘cognitivo’.

Aunque a veces ocurra que la mala conciencia de los gestores y un par de euros que aparecen por arte de magia, provocan situaciones un poco ridículas como la siguiente. Andaba por mi antiguo barrio, un día que decidí callejear para recordar viejos tiempos, y perdido entre nubes de recuerdos, me tropecé con un monolito de un metro ochenta de altura por ochenta centímetros de ancho (más o menos) y un diseño fruto de un ataque de nervios.
Tras recuperarme de la impresión vía vaso de agua con azúcar, leí la inscripción, volví a tomar agua y mientras reanudaba la marcha me preguntaba cómo era posible que lo que rezaba en dicho bloque de cemento hubiese pasado sin que ese niño que fue, aquel adolescente en que muté y el adulto que soy, tuviera memoria de tales hechos. Creo que a esas piedras les pasaba lo mismo.

Scriptum est

Del viejo que instruyó a un imberbe a pesar de los 'selfies' y las latas de sopa


El género del autorretrato surgió con el Renacimiento después de que los pintores abrieran puertas y ventanas despejando de sus estudios los últimos restos de las cenizas medievales. Fruto de un incorregible narcisismo, en unos casos y como terapia en otros, varios maestros del pincel se inmortalizaron dejando grandes obras para el disfrute de la vista y el espíritu. Como ejemplos baste recordar las aportaciones al género de Durero, Rembrandt, Picasso o la mexicana Frida Kahlo con 'La columna rota' (1944), un conmovedor testimonio del sufrimiento que la acompañó de por vida.

-Llegados a este punto ¿Cuál será nuestro rumbo, estimado maestro?, preguntó el tímido aprendiz. 
-Tal vez sea el momento de regresar a nuestro tiempo. De sonrojarnos, de reírnos, dijo el anciano, mientras buscaba en uno de los bolsillos de su chaqueta una comprimido con el que calmar los habituales ataques de tos
 ¡Malditos estetas indies!, gritó alegremente.
 Tras una breve pausa, llamó la atención de su pupilo que andaba enfrascado leyendo a Kafka: el chico era un bicho.

-No pierdas detalle de lo que voy a contarte.
-Así será, señor.


Recordarás que durante la ceremonia de entrega de los Oscars 2014, Ellen DeGeneres, la presentadora del evento, reunió a un grupo de actores y haciendo uso de su teléfono móvil, debidamente patrocinado, hizo un 'selfie' inventando en ese momento lo que siempre hemos dado en llamar autorretrato.

-¿Por qué tanto revuelo, venerado oráculo?

-La estupidez, joven amigo. Ignorar el pasado y abrazar al becerro de lo huero es lo que está de moda.


El viejo profesor rememoró, con una sonrisa, las ocasiones en las que situó su modesta cámara fotográfica, regalo de cumpleaños, encima de una piedra o apoyada en el capó de un coche. Y qué decir del nerviosismo del 'artista' por reunirse con el grupo antes de que le pillara el clic del temporizador. Un sinvivir que en algunos casos sólo desaparecía tras la visita al laboratorio.
 Pero hay más. Si la afición prendía, cabía la posibilidad de mejoras en el equipo en forma de trípode y una cámara de mayores prestaciones, claro está que si la misma no era réflex, ahí el retratista debía lidiar con el error de paralaje.

-¿Qué es eso?, preguntó la inocente criatura, mientras daba buena cuenta de un bocadillo de lomo vietnamita.
 Pues eso, explicó el anciano, es lo que pasa cuando el visor es independiente del objetivo existiendo una discrepancia entre lo visto y lo que capta la película.
-Aaah

El joven aprendiz levantó la mirada y con voz temblorosa preguntó al anciano si tenía algo más que contarle. Aquél, con los ojos humedecidos por los recuerdos, dirigió sus pasos hacia el chaval a quien encajó un soberano guantazo.
-¡Maestro, por qué a mi!
-Por tu bien, siempre hago las cosas pensando en tu bienestar. Ahora, observa esa postal de ‘Saturno devorando a su hijo’ y atiende lo que sigue.

Era el año 1983 cuando Andy Warhol visitó España y todas las fuerzas vivas, oxigenadas y medio pensionistas, saltaron de alegría. Había llegado el icono del arte pop, el hombre que elevó a los altares estéticos  una lata de sopa. Pues ese mismo ser, en total armonía con su yo, se acercó al Museo del Prado.

-Oooh, maestro, eso debió ser una experiencia sublime, dijo el imberbe que lidiaba con los últimos párrafos de ‘O lo uno o lo otro’ la obra maestra de Kierkegaard.
Cuánta ignorancia en tan poco espacio vital, rumió el viejo. El tal Warhol, rodeado de una cohorte de cantamañanas, haciendo alarde de una libertad creativa sin límites, optó por comprar en la tienda de la pinacoteca, varias reproducciones de Velázquez y Goya.

Para qué patear salas y salas de ese templo, cuando puedes llevarte las obras en el bolsillo de la chaqueta. Puro pop.

-¡Maestro, maestro ¿algún apunte que ayude a engrandecer, aún más, mi joven espíritu?
-Estimado joven, supongo que no habrás olvidado la reseña ‘hollywulera’, preguntó el viejo.
-La duda ofende, respondió el rapaz, a la par que ojeaba lo último publicado en papel couché.

Pues oye bien, que de cierta isla caribeña, perla de las Antillas de grato recuerdo, Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, dirigieron ‘Guantanamera’, una comedia satírica con un muerto a cuestas y lo que podríamos calificar como la primera víctima de un casi autorretrato fotográfico. En un momento de la trama los protagonistas se enteran de la muerte de un conocido ¿Cómo ocurrió? Preguntan, entonces les muestran una foto con dos personas, bueno, una y los pies de la otra, que siguiendo las indicaciones del fotógrafo de dar un paso más atrás, terminó despeñándose por una ladera.

-Qué triste, maestro
-A ver, muévete un poco más a la izquierda…

Scriptum est